La memoria imperfecta
I
Porque miles de
rostros avanzan por la noche
devorados de sombra,
ya lo sabes,
las ciudades no
duermen sin sus muertos
ni sus gatos de
azufre,
yo los miro con la
niñez abierta
como una llaga
hermosa,
esa dentada arista de
la luz que vuelve con el frío
salvajemente niña,
salvajemente pura.
Desde mi corazón los
continentes crecen
y se arquean sobre la
edad del mar,
la tierra es como un
llanto que a nadie pertenece
y suavemente cae para
agrandar los ojos
o para amar la soledad
del trigo.
Yo no aprendí tu
infancia,
ni el discurso de las
sillas vacías
que adornan el jardín
y la memoria triste
pero aprendí el oficio
de la arcilla después del aguacero,
cosí mi lengua a la
ciudad del tigre
y odié la voz como se
odian las banderas,
con abnegada rabia.
Dejo una esquina del
olvido para este dolor largo,
para esta muerte a
plazos que adeuda el almanaque
y arroja entre sus
números la gravedad del tiempo.
Vuelve a temblar un
niño en tus rodillas
y ahí afuera, siguen
naciendo los perales.
II
Yo sé que aún
recuerdas
el himno vulnerable de
los ferrocarriles,
largos como el país
del frío
o la desolación de los
espejos
después de haber amado
la ebriedad y el barro.
Sigues uniendo al
verbo cada huella desecha,
cada ojo que crece en
la palabra
para volar sin nombre
sobre los fuselajes.
Las rosas no conocen
el camino del matadero
y suben a los techos
de la casa perdida,
de la calle perdida,
adonde lentos pájaros
acuden
para habitar el sitio
no besado,
esa distancia yerma
que adeuda la memoria
donde el amor pasó
como un arado negro.
Signos de una tierra
quebrada
que aún empuña la
sequedad del hambre
y el vacío crujiente
de los huesos,
estás cansado y solo
en el recuerdo
pero tu voz se acuesta
en todas las gargantas.
No has perdido la fe,
sólo han muerto los
muros de los templos
y la herencia del
plomo.
Alguien se parece al
mar esta tarde de lluvia
y sigue siendo humano,
todavía.
De “La hora sumergida”
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